No expliques los chistes


No expliques los chistes

Durante una cena, nuestro amigo Gabriel Córdoba nos relató una mala experiencia en el escenario. Al ser de Paramount Comedy, ha alcanzado cierto nivel y no suele actuar en pequeños antros cargados de público inapropiado. Sin embargo, un día aceptó hacer su monólogo en una Casa de Cultura de la Comunidad Valenciana que, a priori, no tenía mala pinta, pero como por lo visto apenas publicitaron su show, acabó teniendo como público a un puñadito de personas con un promedio de edad que rondaba los ochenta años.

Sus palabras textuales fueron “¡ay, nenes, no os podéis imaginar, qué sofoco, Dios mío!” (y si te lo quieres imaginar y verle en plena acción, mira aquí) “En vez de hacer mi monólogo, acabé contando chistes, y lo más triste de todo, explicando el chiste después de contarlo.”

Alrededor de la mesa habían varios profesionales de los escenarios que nos partimos de la risa, no sólo por su manera de contarlo, que fue desternillante, si no porque nos ha pasado a todos, estaba en nuestra memoria colectiva. Y es que eso es lo peor que le puede ocurrir a un humorista, tener en frente a un público que no te entiende. Los allí reunidos sabíamos que, cuando llegas a la necesidad de tener que explicar los chistes, es que la cosa ha ido, no mal, peor.

La construcción correcta es fundamental: el orden, a la hora de presentar la información, es primordial en un chiste… y en una novela, también. Cuando llegas al gag en el chiste, o a la sorpresa en la novela, el “público” tiene que tener ya en mente todos los datos necesarios para despertar en él la emoción que perseguimos.

Mira este ejemplo. En una novela, en el peor momento, aparece el malo. Ay (tiene que pensar el lector), madre mía, qué nervios.

Estaban escondiendo la evidencia. Todo parecía que iba a salir bien. En la puerta apareció una figura. Pensaban que sería Juan volviendo con las llaves del coche. Se acercó y dijo con voz sibilante: “Qué hacéis”. Era Roberto. Roberto era una chico que conocían del año pasado, y era muy mala persona. Si podía hacerte daño, lo hacía. Disfrutaba con el mal. Seguro que causaría problemas.

Horrible, ¿no? La última frase del párrafo (y quizás del capítulo) debería ser “Era Roberto”, y que la sola mención de su nombre llene de angustia al lector. Pero ¿cómo sabrá este que Roberto es “el malo” si no se lo decimos? Debemos hacerlo, pero antes, mucho antes. Si en el capítulo uno Roberto hace una trastada menor, chivándose a los profesores y metiendo a un compañero en problemas, si todos lo comentan luego, si en el capítulo cinco deciden darle una oportunidad a Roberto y les traiciona, habremos establecido que Roberto es un peligro.

No des explicaciones de estas características en el momento cumbre de la acción porque perdería la potencia necesaria. Perseguimos, en este caso, que con sólo decir “era Roberto” se le hiele la sangre en las venas a nuestro lector, igual que a nuestros protagonistas.

La importancia del orden al exponer la información es sólo una de las lecciones que Gabriel enseña magistralmente en los cursos de Stand Up Comedy que imparte en Barcelona.

2 comentarios :

  1. Cuánta razón.

    Por este fallo se puede perder una historia que podría haber dado más de sí, por su originalidad, dinamismo... y todas esas características que nos gustan a los lectores, por mantenernos enganchados a la novela.

    Saludos y despedidas. ~

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  2. No había visto este post, se me pasó :( Pero como todos, genial, qué más puedo decir...

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